Hace ya unos años, casi 20, que vivo en una zona céntrica de
una ciudad al norte de España, si no la más bonita, la más preciosa por su
entorno peculiar, rodeada de playas a pocos minutos del centro, con arenales
que sobresalen en plena bahía, una bahía preciosa, pequeña y blindada entre la
montaña y la ciudad. Orientada al sur, en este Norte frío, rodeada de nieve en
muchas ocasiones, y cálido dependiendo de los vientos que penetren,
independientemente de las predicciones meteorológicas, nuestro querido viento
sur, y sus “suradas”.
Veinte años observando una zona al principio vivida como
impersonal, entre recuerdos de origen, nacimiento, sensación de ciudad de paso
y desconocimiento de dónde será el futuro.
Poco a poco la vida, mi vida, la tuya, transcurre entre acontecimientos,
alegrías, momentos, celebraciones, dolor, experiencias, penas, felicidad,
reencuentros, pérdidas, éxitos… personas que conoces, que entran, salen, se
quedan y otras que permanecen ya de forma perenne.
Lo mismo ocurre con las personas que conviven en esta zona
de mi “centro”, conocer a las personas de la vida cotidiana del día a día, de
los sitios y de las compras donde te abasteces, es un valor añadido que valoras
con el tiempo, cuando sientes que has relajado las distancias blindadas de
rutinas inaccesibles y de prisas dedicadas a tu intimidad familiar, a tus
hijos…
Es cierto, sin embargo que en ese “vivir”, observas personas
a las que retienes por detalles que no puedes obviar y que por sentimientos que
llaman tu atención o evocan tus recuerdos más anclados, vuelves una mirada
hacia ellas.
Alrededor de mi manzana, lo más céntrico de la ciudad, me
suelo encontrar a ritmo de paseo, dos señoras de edad avanzada, siempre a ritmo
casi militar, siempre juntas, pequeñas, del brazo. Parecen mellizas, lo que es
seguro es que son hermanas. Visten prácticamente igual, el pelo recogido en
forma de moño bajo, rizado, canoso, de cara menuda y semblante firme,
graciosas, entre ellas no filtra el viento. Pero descubro felicidad entre
ellas, lazos firmes, “de Santander de toda la vida”.
Me intrigan, me provocan, me parecen interesantes, las
descubro amenas, con mucha vida, y mucha
tranquilidad en plena juventud senil. Muy frecuentemente las veo, de ida si yo
vengo, o de vuelta si yo voy. Las observo y miro con mucho cariño, como quien
quiere saludarles por conocidas y caigo entonces en la cuenta que irán tan a lo
suyo, que no caerán en cuenta de tantas personas que cruzan el centro a
diario.
Un día cualquiera, esta semana de Navidad, se respira ese
“algo” en el que la gente empieza a transformarse y que entre modales y
ademanes parece desvanecerse la acumulada “tensión” del año. Salgo con paso
firme calle abajo y en la transversal ancha… aparecen ellas, caminan firmes
vestidas en mismo estilo y compostura de siempre y viendo cómo van a coincidir
a mi altura, las miro, me miran, sonrío y más… me observan, se despegan y una
de ellas, se echa la mano a la boca, diciendo antes…-ay…, espera… y yo sonrío
más, sin dar crédito a la magia, pero encantada.
-Espera…te conozco… -y me mira-,… enfermera…!
Atónita, dije: -sí, enfermera!. Y entre batiburrillos y
alborozos comenzaron entre ellas a dilucidar y descubrir cómo, por qué y
dónde…-y ¿cómo te llamas?, -Zulema, y sí, soy enfermera, pero no nos conocemos
por ello, creo. Vivo aquí y ustedes también, creo adivinar. Les conozco de
verles, siempre juntas del brazo, pasear como un frente infranqueable, llenas
de vida, saludando a sus amigos, siempre con mucha energía y con derroche de
vitalidad, siempre las miro con mucho cariño.
-… ¡Bueno no te creas!, también reñimos, pero si es cierto,
vivimos aquí, de toda la vida, en esta calle, te podemos ver desde el balcón,
tan cerquita, Yo soy Tona y ella Chus. Nuestros padres vivieron aquí, antes de
reconstruir el edificio y nosotras nacimos aquí, y aquí seguimos.
-Qué gusto, pues me encanta saludarles…
-¡Por favor!, trátanos de tú, que nos haces mayores…ja, ja,
ja, y llámanos siempre, qué gusto, danos un beso.
-Por supuesto, y ¡Feliz Navidad!
Me habían sujetado la mano, una y otra, al despedirnos, una
de ellas se aferró y apretó hasta que nuestros brazos se extendieron al iniciar
la marcha…
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