Carmen sigue ahí, sigue viva y traspuesta, se esconde entre subterfugios desmontados con fuerza y virulencia periódicamente. Hace tiempo que salió del cuartel, de ahí pasó al confinamiento. Despojada de su ropa, sus zapatos, sus efectos personales, sus insignias, sus llaves…
Su pelo comenzó a declararse en guerra perdiendo vida, su piel seca y quebradiza, sus ojos más redondos y caídos, su perfil más angulado.
Aún y así conserva el ímpetu y la osadía, la fuerza y la presencia, un halo incuestionable, una atracción que fascina y enloquece, una rotunda ofensa contra legítimos inapropiados, un cobijo para los creibles.
Ella da miedo, no hace nada, no se mueve, solo fija el movimiento cercano, emana respeto, solidez y contundencia. Ella da sosiego, abre los brazos, escucha eterno, sabe ir, casi nunca vuelve, se ha construido su propio cuartel.
Ella se da miedo, sabe degustar el frío, saborearlo, sabe atemperar calidez en el gélido entorno.
Volvía de nuevo a las andadas para comenzar de nuevo, no recordaba la sensación de repetir a pesar de ya, varias ocasiones, tantas como los caprichos de mezquinos son capaces de desatarse.
Sintió miedo, miedo a lo que era suyo, miedo a lo legítimo, a lo propio, a pasar caminando entre pasillos, terror a encontrarse con una escaramuza, a las miradas, a la incertidumbre, a las expectativas, miedo al perdón ilícito.
Iniciaba la batalla del día a día, de donde salió hace años, sumaba ya varias casillas de salida. La peor la que le provocó un germen patógeno. Un antígeno virulento, si fuera persona sería psicópata inducido.
Trascurría el tiempo diferente, a ratos lento y ondulante, a otros rápido y fugaz, sin residuo, con lagunas, sin saber cómo fijarlo, sin rescoldos, con reinicio constante. Sabía esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Respeto y sentido, del común también